PLAYERA 1

Sobre las ostras de esta playa descansa la tristeza de un huevo de tortuga, cuyo nacimiento no ha podido abalandarme la piel.
Se recogen poco los dedos de los pies; parece, por el ruido que hacen, que los musgos de la carretera esperan violencia.
Andan desandados los días; en el letargo de las tardes se postran y les da miedo partir; no sea que vengan los niños corriendo --otra vez-- a despositar sus gritos y sus ignorancias en medio de las horas, en las que a los vecinos les tocar partir para siempre, en medio de los llantos y las faldas raídas de tanto no querer irse, de tanto apretar contra la madre.
A mí me recoge un pescador asombrado (asombrerado); no sabe por qué ni por dónde, pero me coge y me recoge.
La avalancha de arenas y aires nos aclimata; pareciera que viene el heraldo de las noches; trae indormación precisa sobre muertos, ahogados y damnificados del entorno.
La lluvia pega un grito de miedo y se cierne sobre nosotros para empobrecernos y arrebatarle a la superficie de los guiños la ternura impostada; viene en afán de guerra.
Anuncia la radio el porvenir; quiere que venga, por eso repliega la contundencia de los necios; abisma, apuntala, corroe con sus sonidos de infierno marino, de ventisca cargando algas putrefactas.
El sol se ha metido en la concha de un cangrejo para acompañarlo en el terror.
Huele a peces muertos.
Las naves se estrellan contra las olas; proas y popas carcajean sus estruendos para amedrentarnos.
El pescador cobija sus retazos con mis venas que están ya abiertas. Encajo su boca en mi talud; las regiones abisales urgen a la piel, ala saliva, al latir ya tenue del corazón.
A la arena se la está tragando la tierra.
Sólo quedan salvos, los tunantes, tozudos, eternos caminantes de la nimiedad: sólo quedan salvos los ruedacacas.



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