Tea vacila en sus movimientos. Camina flanqueada por un par de sombras que la jalonean con un mecate y le aprietan el mentón con u par de manos duras y calientes. La obligan a palpar la pared con las manos, mirar hacia atrás cada tanto, y seguir en línea recta. Tea mastica lengua de miedo.
Mira los edificios de la calle; en el más chaparro habita el vacío; parece que las ventanas y las puertas encierran un secreto antiguo para un transeúnte anónimo.
La tienda de la esquina izquierda norte emite un ruido de insectos en incendio. De su ventanilla sale un olor a fermento.
Tea anuda garganta, aprieta el ceño. Luego, afloja frente y quijada, respira hondo y asume que tener miedo es una manera de permanecer de pie. Pero demasiado en vilo.Desde la profundidad de un abismo de roca y sal viene una brisa que refresca.
Al final de calle está un gran salón de baile redondo. Humo, alientos, axilas, vasos de cerveza y ron. Buen reven adentro.
Tea se marea, exige un segundo para abanquetarse y despedirse de sus últimos desechos. Las sombras cuchichean; el farol de la acera les cambia las muecas. Se oye un sonido gutural casi violento, y Tea se desploma. Cae al asfalto, en medio de la calle. Las sombras saltan hacia el filo obscuro de la esquina. Tea se queda inerme, tiesa. Hasta que el roce con las piedrititas del asfalto le devuelve la conciencia.
Tea, bocabajo, tragando saliva, y enjugando lágrimas. Cuando saca la lengua, prueba su territorio. El charco le sabe a sábana sudada. Un cuarteto de ojos la despide hacia el día con un bandoneón ninguneador y melancólico.

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