Hartos de callar. Hartos de mantener ese silencio que sirve de mordaza y vuelve llevadera la injusticia. En contra de los traidores y los equivocados, de los cómplices inconscientes y de los verdugos de vocación. Contra todos aquellos que con su ignorancia o ingenuidad, o con su espaldarazo meditado y científico brindan su irresponsable apoyo al desastre. Y en contra también de los que canalizan la protesta hacia infiernitos o perfilan su crítica para distraer el desacuerdo o entretener con minucias la generalizada inconformidad, llevamos este Manifiesto.

No nos mueve a ello ningún hecho reciente, ni siquiera la reiterada y procaz indiferencia e ineficiencia que caracterizan las decisiones de este tiempo, sino la vergonzante confirmación, repetida como un delirio, de que en todos los pueblos, geográfica e históricamente revisados, predomina la sujeción, el sometimiento o la represión.

Tal pareciera que un único designio gobierna el mundo desde sus inicios: oprimir al hombre, sujetarlo como a los gansos que se clavan al piso para graznen y les crezca el hígado, o doblarlo como a una carta que se envía a la vida y que debe pasar por la estrecha ranura del buzón.

Por ello juzgamos necesario, nos sentimos obligados, reconocemos el imperativo de suspender esta producción de paté foiegras y de vidas timbradas que desembocan en la dirección de la muerte, sin otro remitente que el absurdo o la nada. Pues aunque el coro de la ortodoxia oficial ha comenzado a reconocer la crisis, y los corifeos de la disidencia se desgañiten al enfatizarla, todavía no se deja oír la voz que dé en el blanco del desastre. La voz que señale sin tapujos ni rodeos, sin politiquería ni deformaciones partidistas el verdadero motivo de la protesta, de la insatisfacción que capitalizan ciertos grupúsculos con idearios miserables que al no proponer un programa amplio donde se contemplen sucesivos horizontes hasta el infinito, sino metas mediocres más allá de las cuales se abre el acantilado de la desesperanza, frustra a los rebeldes y transforman su indignación en desgano y sus sueños en pesimismo.

Esta es la razón de quebrantar el silencio de los adormecidos o el ruido vocinglero de las estridencias desviacionistas, y esta la justificación que nos da el derecho de tomar la palabra por todos aquellos que, como nosotros, se rasgan el vientre con un puñal japonés, se levantan el capacete del cuero cabelludo de un balazo, se arrojan al precipicio de un puente, se empastillan con cianuro, se amarran al cuello una piedra que florece en ondas sobre la espantada superficie de un lago, se tiran a la cama de una habitación perfumada con gas, se serruchan las muñecas de un baño público, se rocían de gasolina en un bosque donde se prohiben las fogatas, o inauguran una desviación en la autopista hacia el paisaje abierto de la barranca, o saltan al fondo del alcohol o al fondo del opio o al fondo de un recuerdo que vale más que ese vida diaria que se desperdicia.

Tomamos nuestro derecho de hablar y también nuestros motivos de la montaña de cacharros donde se han ido acumulando los actos sin despliegue de los temerosos, los actos que abandonan los arrepentidos, las promesas rotas de los políticos, los impulsos fallidos de los cobardes y, en general, todas aquellas acciones trinchadas por la conspiración de los vitaltraidores, pues más allá de ellos, más allá del impedimento de las estrechas condiciones reales o de la mezquindad de quien no supo, no quiso o no pudo llevar sus deseos al final, más allá, en esta montaña de despojos donde hincamos nuestros derecho, germina la fuerza de esos actos huérfanos reclamando un protagonista que la encarne, alguien dispuesto a ponerse delante del toro desbocado de la marcha histórica, un nuevo movimiento capaz de descarrilar la inercia y hacerla estrellar contra el espejo que refleja sus desatinos y el limbo imperecedero de los anhelos y los sueños incumplidos del hombre.

Nuestra oposición, en consecuencia, no puede ser parcial. Los críticos parciales (y no se ha conocido de otros) cumplen un papel funcional: generan las enmiendas, los parches, los pegotes que sirven para reestructurar las sociedades; son pivotes de escape que aplazan la explosión; son reformistas que sólo atacan una ley o buscan un sistema distinto, como si la ley o el sistema no fueran simples fragmentos de una realidad más compleja o elementos dispersos de una totalidad completamente insufrible.

Nosotros estamos en contra de la ordenanza estúpida, del decreto perjudicial; pero también en contra de la disposición certera, de la orden correcta, pues la esencia misma del mandato es la represión.

Nosotros estamos en contra de los gorilas públicos que desde el poder asesinan y queman a los disidentes, y en contra de los gorilas privados que en un callejón arrebatan al que pasa su verdadero y único patrimonio: la vida..

Pero también en contra de la muerte que acreditada como ley natural siega anualmente a millones de seres sin reparar siquiera en la índole personal de aquellos a quienes aplasta. Estamos en contra de esa ley que pretende ostentar su ceguera como cabal justicia y no es sino la peor de las canalladas y la más grande de las demagogias.

Estamos en contra de la muerte y de rebote en contra de sus más eficaces instrumentos: los dictadores que multiplican su capacidad de aniquilación desde el poder. Desaprobamos, a su vez, la injusta desigualdad social, pues no sólo condena al hambre a más de las tres cuartas partes de la población del mundo, sino que agrava con las taras de la anemia el desequilibrio de una biología de por sí inhumana que, de forma a cuál más arbitraria, asigna a cada individuo una inequitativa dotación psicobiológica.


Desaprobamos, en suma, el orden genético pues más allá de todo esfuerzo de justicia y de cualquier reparto equitativo siempre ha desnivelado las posibilidades humanas. En el mismo sentido, nos declaramos enemigos del racismo del gobierno sudafricano, o del racismo solapado con el que se agrede a los indígenas y a todos aquellos que son discriminados por la morfología de sus rasgos o por su pobreza, pues la exclusión es una práctica universal en la que el desprecio ejerce sus infamias indistintamente contra los débiles sean negros o blancos, cobrizos o amarillos, grupos minoritarios o mayorías indeterminables. Nuestro antirracismo propone la inclusión absoluta, pues no es posible que siendo el universo un espacio infinito no quepa todo en un jarrito sabiéndolo respetar.

En suma, estamos en contra del dolor y de la muerte, de la escasez de oportunidades y de la falta de libertad para poder tener muchas vidas distintas y no estar asfixiados por ninguna. Nos revienta tener que cargar con nuestro pasado y no poder cambiarlo como quien se muda de ropa o elige otro dentífrico.

¿Por qué no todo el mundo puede hacer y vivir lo que le plazca, en lugar de tener que hacer aquello a que lo obligan y las más de las veces los que puede? ¿Por qué no solo nos queda este remedo de la vida como si ella no tuviera más madera que la indispensable para encender esa pira inmoral de la subsistencia?

Impugnamos a los políticos que por motivos inconfesables o por ineptitud probada no han conducido a la sociedad hacia el lugar al que apuntan los suspiros utópicos.

Impugnamos a los científicos por no haber aplicado toda su ciencia en reparar las graves fallas del cosmos.

Impugnamos a los artistas y a los intelectuales que con su ingenio no han sabido poner o siquiera proponer un mundo hacia el que habríamos podido dirigirnos.

Impugnamos a los vendedores que no venden baratas las claves de vida o al menos una satisfacción duradera.

Impugnamos a los ingenieros que no hacen casas donde pueda caber todo la gente, ni los puentes para que la humanidad atraviese hacia la orilla.

Impugnamos a los médicos que no encuentran el remedio definitivo contra la gripe y la muerte. Impugnamos a los barrenderos que no barren tanta indignidad y podredumbre.

Impugnamos a los obreros que han construido el brazo de palanca de la catapulta que podría levantarnos, y, en síntesis.

Impugnamos a todos los seres humanos por su milenaria semejanza con los taxistas, pues solo son capaces de ir al sitio que se les indica por más que elijan la ruta más larga, la del rodeo torpe y la holgazana.

Se ha edificado un mundo ominoso frente al que solo quedan dos caminos: desplazarlo hasta sus cimientos y hundirlo hasta el fondo de las raíces sin memoria (opción a la que el imperialismo apuesta su presupuesto); o emprender el éxodo al Mundo de los Sueños, exiliarnos en masa al gigantesco espacio onírico que resulte de juntar los islotes de nuestros sueños individuales (opción que nosotros damos como supuesto).

Comencemos la fuga. Sólo si universalmente nos sustraemos a este mundo se creerá ese movimiento capaz de volver inoperante la inercia de un proceso histórico que a estas horas se dirige ya con fatalidad hacia el desastre. No es una convocatoria enloquecida, aunque sí exasperada. En el mundo se ha estrangulado la posibilidad de vivir y sus sueños deciden ya, en estos momentos, destruirlo. Por eso la alternativa sana, la alternativa real recae, por rigurosa eliminatoria, en una solución fantástica: trasladarnos en bloque al Mundo de los Sueños para empezar allí una civilización distinta. Nadie puede tachar de utópica una salida en la que no haya empeñado todas sus fuerzas.

¡Por el triunfo de la vida y la ampliacion de la esperanza!
¡Por la instauracion del nuevo mundo de los sueños!
¡Por la posibilidad total de lo imposible! ¡Prohibido morir!

Manifiesto Ucrónico, de O.de la .B

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