Caminé sin dudas de Alzate y Sabino hasta Balderas.
Vi las libretitas que venden a 3 pesos, los discos pirata, los sacos de pana y las bolsas de piel, y luego las mascadas sobre ganchos agarradas con los prendedores con que se cuelga la ropa húmeda en los tendederos.
Leí chismes sobre la vida de Pablo Neruda.
Fui a correr a la Ciudad Universitaria; escogí una nueva ruta, y terminé sin darme cuenta en los adentros de la Facultad de Ingeniería; vi muchos muchachos guapos, jovencitos.
Acaricié a la gata Ágata.
Caminé de Viveros a Concepción Beistegui, por Adolfo Prieto.
Comí un helado de arándanos.
Pude observar un cielo brillante, de muchos azules, con destellos de luz maravillosos. (Gracias a las lluvias y al aire límpido.)
De regreso, por Martín Mendalde, su camellón lleno de palmas, arbustos, flores y árboles.
Lo de después fueron las guindas del pastel: comí un sandwich de atún con aguacate, una cucharada de nutella, un vaso de agua... y me senté a ver una película de Bertolucci con mi abue, en la que aparecieron muchachos guapos, jovencitos ¡y desnudos!.

Tengo la sangre caliente.
Tengo la certeza de que no es necesario tener a nadie ni nada;
sentimientos, personas, situaciones, cosas, animales y plantas,
como el aire que respiramos
y el agua que bebemos
son buenos para la salud circulando,
en movimiento.
Lo poseído, lo retenido, pronto suelta su tufo.
No me caigo.
Tierra y Cielo me sostienen.

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