Voy
Anuncio y comparto un difícil pero entusiasmante proyecto:

Poco a poco, a vuelta de rueda, me he ido dado cuenta de quién voy siendo. Lo importante de esta hazaña no es la persona que represento con el nombre y el cuerpo, o los créditos que vaya pudiendo acumular con el paso del tiempo y de los supuestos esfuerzos, sino que a través de mi búsqueda existencial construyo una conciencia.

Lo que más deseo es poder escribir lo que pienso con exactitud. Pero me di cuenta de lo complicado de esto cuando fui atendiendo a las lecturas posteriores de mis textos. Siempre siento la necesidad de la imagen; algo pictórico, fotográfico, cinematográfico; le voy poniendo música, textura, y contexto. Le voy añadiendo aromas y sabores, más personas, hasta que llego a la vida. Y me engancho con ella. Por eso escribo poco.

En general, prefiero estar en el mundo, con él, observándolo, interactuando. No me satisface la idea de ser o convertirme en escritora. Pero eso no implica que no quiera lectores. Quiero inteligencias que se encuentren con la mía; quiero que otras sensibilidades cimbren con mis palabras. Necesito que algunos de mis hipotéticos sobrinos se entusiasmen con los cuentos, la poesía, la música y el teatro.

Entonces, haré mi ruta.

Lucero y Luis Antonio
Busco un origen. Comienzo por mis padres. Mi mamá me enseñó a escribir a los 4 años. Mi papá me leía en voz alta desde que ni tengo memoria. Años más tarde mi mamá me leía lo que ella leía, aún en inglés o francés. Mi papá me dio las claves de la sintaxis y la ortografía, y el arte de la caligrafía y la tipografía. Mi mamá me enseñó un oficio: el de traductora. Mi papá me enseñó el suyo: la correción de estilo.

A los 6 años, me llevaron a varias escuelas y me propusieron que yo eligiera 1 para hacer la primaria: escogí una escuela muy bilingüe. Mamá se dio a la tarea de ser mi tutora en Inglés, y mi papá en Español, Matemáticas y todas las demás materias.

Mi mamá trabajaba de secretaria todo el día, todos los días, para --entre otras necesidades-- que yo pudiera ir a esa escuela. Así que por las noches teníamos apenas unos ratos para convivir, y recuerdo muy gratamente que lo hacíamos charlando, chismeando, leyendo a Truman Capote, cenando, bailando. Mi papá no tenía horario en el periódico (trabajaba en el semanario cultural), así que él me llevaba y traía de la escuela; vagábamos por la ciudad; íbamos a cafés y librerías, a recorrer el Centro Histórico, a encontrarnos con amigos y desconocidos. Me compraba matatiempos y sopas de letras, cuadernos para iluminar. De la oficina me llevaba hojas blancas, lápices, pritts, etiquetas y recortes interesantes de la imprenta.

Mamá me regaló una máquina de escribir que le pedí a los 12 años. Luego me compartió su primera computadora, allá en 1989: una Mac. Juntas y sin cursos ni tutoriales aprendimos a usar la Mac, una 286, y las subsecuentes compus y programas que fueron apareciendo. Nos reíamos los tres a carcajadas cuando intentamos usar el primer programa de traducción, pues cometía unos errores de sentido divertidísimos. También así me inicié en la poesía. Aunque de la poesía recuerdo más cosas: una colección de libritos que me llevó mi papá a casa cuando vivíamos en Monrovia (1980, creo), editados por el PRI, pero con muy buen diseño y selección poética para niños. Luego siempre hubo retruécanos y juegos de lenguaje en casa. Se escuchaba jazz, rock y guaguancó. Mi papá subía la mesa de la cocina a la azotea, sin mantel y sin nada, sólo cenicero, pluma y papeles, para corregir textos bajo la luz natural del sol. Mi mamá se tiraba en diagonal sobre su cama y le daba por recitar fragmentos de Montesquieu o Ezra Pound, indiscriminadamente.

Papá, actor. Mamá, canturreadora y bailaora.

En casa el tapiz eran los miles de libros que mi papá ha ido acumulando. Mis amigos preguntaban: "¿Y ya los leyó todos?" Claro que sí, tontos. Yo estuve segura de eso, ingenuísimamente, hasta que padecí la misma compulsión: comprar libros. Por cierto que desde finales del 2007 me decidí a no seguir con esto. No es para mí. Y comencé a rematar mis libros (fue por necesidad económica, pero --sobre todo-- como un ejercicio existencial. Aunque confesaré que no solté nada de literatura, sólo ciencias sociales, filosofía, divulgación científica, y todos aquellos que nunca leí ni leería después).

A los 4 años comencé a pintar con acuarelas. Como a los 8 salí de mi cuarto, o entré a mi casa, y me encontré con la bola de amigos de mis papás, a quienes les grité: ¡Huelen a poetas!, provocándoles risas hilarantes. A los 10 comencé a hacer revistas caseras (de un solo ejemplar, eso sí), de las que mis papás eran los exclusivos lectores. A los 12 comencé a escribir un diario personal, obras de teatro y cartas larguísimas a mis amigos. A los 14 años me inscribí en un taller de Artes Plásticas en la Casa del Lago. Y a los 15, saliendo de la secundaria, escribí mi primer poema. Aún lo tengo. ¡Jajajajajá!

No sé aún pa' dónde voy, pero necesito hacer estos recorridos. Recordar quién soy, de dónde vengo, de quiénes vengo. Mis papás me dieron la lectura y la escritura, la corrección y la traducción, la atención en la belleza de los trazos, del ritmo, de la entonación, de la interpretación, la necesidad de un orden, una lógica, una secuencia, un sentido. Además, me dieron muchísimo amor. Pero, sobre todo, confianza y libertad. Sólo que no sé si ellos lo saben. O, mejor dicho, creo que no tienen idea de lo agradecida que estoy con ellos, en el mejor sentido del término: agradecida por lo afortunada. Se los voy a decir. Gracias. Con permisito.

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